Es por esas épocas de los cuarenta cuando se empieza a pensar en la vejez. En la propia, en la que no se piensa nunca, en la de los demás también. Remordimiento: ¿Es que amé lo suficiente a los que ya partieron? Aprehensión: A veces en el espejo, dependiendo del día, se nos revelan características de cómo nos veremos cuando esos años lleguen.

Malestar: No se encontrará confort en las redes sociales pero sí mucho consejo: Yoga facial, cremas rejuvenecedoras, mujeres de 20 explicando ellas como han logrado semejante piel. Si no se puede evitar, al menos envejecer de un modo más lento, parece ser que esto sí se podría lograr. ¡Que necedad! Es como si pensáramos que nos vamos a caer al vacío. En aquel hoyo negro nadie irá a vernos, mucho menos a rescatarnos. ¿Lo pensamos, verdad? ¿Es este olvido un temor fundado? Depende de quién seas, en dónde vivas, depende de si tienes recursos, o no. Depende de cómo hayas vivido tu vida y de cómo hayas cultivado las relaciones con los demás. Los hij@s, sobre todo. Recordar: ‘Los días son muy largos y los años muy cortos’. Karma: Y es aquí donde todo se conecta como un espiral en cadena ascendente: Las palabras que dijimos, los gestos que tuvimos, las llamadas que hicimos, y las que no. A quién decidimos amar, y a quién no. A dónde decidimos ir, y lo que decidimos hacer, y lo que no. Mutación: A quién criamos y como lo criamos, y como nos criaron a nosotr@s, los que en veinte años seremos viejos. Porque solo somos viejos en el cuerpo. Por dentro, como decía mi viejo, seguimos siendo los mismos, jóvenes, despiertos, decididos, enamorados, entusiasmados. Un fuego que es a todas luces inextinguible por las llamas de la vejez. Esperemos vivir hasta el final, siendo jóvenes de mente y corazón, siendo amados por los nuestros sin ninguna razón, más allá de que somos nosotros en su corazón.